E
l debate político sobre Pemex tiene un hilo conductor: quién es el dueño de Pemex.
La expropiación de 1938 dirigida convirtió a Pemex en un patrimonio de todos lo mexicanos. Desde entonces ese ha sido el discurso oficial. Pero, casi inmediatamente después y desde hace décadas Pemex ha sido la fuente de enriquecimiento de funcionarios públicos, lideres sindicales y empresarios improvisados. Ha sido nodriza del capitalismo de compadres que tenemos.
Por cierto no deja de ser llamativo que en el Índice del capitalismo de compadres elaborado por The Economist (13/3/14), México ocupa el séptimo lugar en la distinguida lista y el primer lugar latinoamericano seguido por Argentina y Brasil. Pero Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña tienen prominencia. Es decir, no es un mal de los llamados emergentes sino una cultura económica producto de este tipo de desarrollo.
Los cuantiosos recursos que genera Pemex y que le confisca el gobierno federal ha sido, como sabemos, el principal factor que evita encarar uno de los retos centrales en nuestro país: una reforma fiscal que grave de manera equitativa a los que obtiene mayores ingresos. Desafortunadamente ni de cerca se logró esto el año pasado. Pemex ha sido objeto de una segunda expropiación por el sector financiero y algunas elites políticas durante el autoritarismo priísta y luego en la alternancia panista.
El escándalo de Oceanografía simplemente confirma en una magnitud ampliada los males que aquejan a Pemex y que tiene que ver con malas administraciones y extrema corrupción. Adicionalmente se puede comprobar en este caso las muy débiles capacidades reguladoras del Estado mexicano tal y como hoy se encuentra.
Pemex debe ser factor clave en el progreso del país. Deben obligarse gobierno y causantes mayores a asumir la necesidad de una reforma fiscal progresiva por más que hace unas semanas se pactó con el sector empresarial enterrar cualquier forma de reforma fiscal.
Recuperar el control y la orientación de Pemex es otro paso indispensable. La autonomía de gestión para Pemex obligaría a reformas internas profundas. Eliminar los contubernios tradicionales entre la dirección de la empresa y del sindicato. Transparentar los contratos y acuerdos comerciales.
El mayor error de las iniciativas de reforma energética como la presentada por el anterior gobierno en 2008 y por el actual, reside en la elección de los tiempos. En los noventa presenciábamos la caída del muro de Berlín, la desintegración de la Unión Soviética, el crecimiento económico en Estados Unidos, las transiciones democráticas en África, Asia y América Latina. Algunos decretaban el fin de la historia y la hegemonía del mercado. El lanzamiento de las reformas estructurales transportaban un mensaje simple: liberar al mercado y progresar individualmente.
Veinticinco años después la situación es distinta. El mercado es visto por muchas mayorías como una amenaza sobre todo después de la crisis de alimentos en 2007 y la crisis económica reciente. Las privatizaciones han llevado a sustituir monopolios públicos por monopolios privados. Los signos de nuestro tiempo parecen bastante ominoso: fragmentación, barruntos de guerras entre potencias, empobrecimiento masivo y enriquecimiento selectivo. Impunidad para los pocos y castigos desmedidos para los muchos.
En ese contexto debemos aspirar a construir acuerdos inclusivos. Sobre Pemex debería avanzarse en tres ámbitos: liberar, bajo cronograma, a PemexX de la dependencia fiscal. Definir con transparencia las relaciones del sindicato con la empresa. Establecer un mecanismo riguroso de transparencia y rendición de cuentas. Castigar a los culpables de actos de corrupción. Crear y fortalecer las capacidades regulatorias del Estado.
Lo anterior puede ser el punto de partida para impulsar conjuntamente una consulta a la ciudadanía sobre cómo hacer de Pemex la empresa de todos los mexicanos.
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