T
homas Piketty está de moda en el mercado de la economía. Su reciente libro: Capital en el siglo veintiuno se publicó en francés en agosto de 2013 y en inglés en marzo de 2014, lo que es muy extraño para un libro de economía con ese origen (Capital in the Twenty-First Century, Harvard University Press, Cambridge, MA, 696 páginas). Los especialistas y la prensa de todo tipo han dado fuerte eco a este tratado sobre la dinámica de la desigualdad y sus consecuencias. La atención puede decirse que ha sido sobresaliente.
Y es que la desigualdad es hoy objeto de mucha atención entre los organismos como el FMI, el Banco Mundial, la ONU o la OCDE; también en los institutos de investigación en Estados Unidos y Europa. Una de las referencias muy socorridas al respecto es aquel uno por ciento de la población en la que se concentra en las últimas décadas una parte significativa del producto generado, fenómeno que incluso se ha agravado con la crisis financiera de 2008 y sus secuelas. Ese era el lema del movimiento Ocupar Wall Street
de aquel momento.
Pero la cuestión de la desigualdad no es sólo un rasgo de la crisis que está en curso, sino que es un fenómeno de mucho más largo aliento y de índole estructural en el capitalismo. Esto es lo que ahora llama la atención del trabajo de Piketty en los círculos académicos y entre la izquierda angloparlante.
Y es que cuestiona uno de los supuestos de las políticas públicas aplicadas desde hace ya mucho tiempo en Estados Unidos y Europa y que se han recrudecido, a saber: que el proceso de crecimiento económico es el mayor recurso en contra del descontento provocado por la muy desigual distribución del ingreso y de la riqueza. Pero el caso es, precisamente, que el crecimiento no responde y cuando lo hay no crea una convergencia decisiva en la igualdad. Este término es, por cierto, de naturaleza relativa.
La investigación se basa en un extenso trabajo estadístico sobre la evolución del ingreso y de la riqueza, que llama capital, durante los tres últimos siglos en las naciones con más altos ingresos. Lo que encuentra es que no hay una tendencia general hacia una mayor igualdad económica, como se postula de alguna manera en la teoría neoclásica. Afirma que el periodo para el que esa evidencia existe y que es el de la segunda posguerra fue en parte resultado de una serie de políticas explícitas para redistribuir el producto, pero aun más, se debió a la necesidad de reponer los activos destruidos en el transcurso de 1914 a 1945, sobre todo en Europa (y también Japón).
Además, añade Piketty que se está recreando el capitalismo patrimonial
del siglo XIX, que asocia al predominio de la riqueza heredada. En contra de las teorías acerca del capital humano como base para la superación en la cadena de la distribución, dice que el capital no humano
(origen familiar, posición social, etc.) parece ahora tan indispensable como en el pasado. La desigualdad se ubica, así, como un asunto de tipo intrageneracional y que tiene que ver con el fenómeno de la movilidad social. Esto es significativo en un periodo en el que se habla cada vez más de las desigualdades entre generaciones, como las que surgen de la dificultad para recrear los programas de pensiones para los más recientes entrantes al mercado de trabajo.
El libro sostiene que la relación entre la riqueza y el producto tiende a crecer en Europa y Estados Unidos, lo que se expresa en el hecho que en ese último país el uno por ciento más rico se ha apropiado entre 1977 y 2007 de 60 por ciento del incremento del ingreso nacional. Esto evoca aquellas viejas discusiones sobre la afluencia capitalista y el poder de los gestores de la riqueza de John K. Galbraith.
Piketty hace notar que la relación entre el capital y el producto tenderá a aumentar mientras la tasa de ganancia esté significativamente por encima del crecimiento del producto. Esto es lo que ocurre normalmente y pasa ahora en medio de la crisis económica, con los severos ajustes fiscales en materia social y la lenta expansión productiva en los países desarrollados.
Una de las consecuencias de estos procesos es que el ingreso antes de impuestos de los estratos más altos crece de manera muy rápida. Los más ricos ahorran suficiente parte de su ingreso para que su capital crezca incluso a un ritmo mayor que la economía y tienen defensas contra los impuestos.
Una de las conclusiones que propone es enfocarse de modo amplio en la cuestión de la fiscalidad. Este, sin embargo, es precisamente uno de los puntos más contenciosos en términos políticos y ante los cuales hay una mayor resistencia en las prácticas más convencionales de la gestión económica.
Un planteamiento somero sobre el problema en cuestión está en un estudio del FMI titulado Redistribución, desigualdad y crecimiento, de febrero de este mismo año en donde se dice: Los economistas atienden crecientemente a los vínculos entre la mayor desigualdad y la fragilidad del crecimiento. Las narrativas incluyen la relación de la desigualdad, el endeudamiento y el ciclo financiero, que plantaron las semillas para la crisis. De ahí se derivan medidas de política que de inmediato caen en el punto controvertido de que si se trata de incidir en la desigualdad por la vía de mayores impuestos se atenta contra el crecimiento. En ese círculo vicioso se mantiene buena parte del debate.
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