S
e puede tratar tan extensamente como se quiera sobre la necesidad de acrecentar la productividad para sostener el crecimiento de la producción y el empleo. Cuando menos de una manera formal esto se hace desde 1776, cuando Smith publicó la Riqueza de las naciones.
Ese tratado tenía su base en la experiencia de la Revolución Industrial. La exposición de Smith daba coherencia al curso de un complejo proceso de articulación de las fuerzas productivas que sustentó el desarrollo de Gran Bretaña como potencia capitalista en el terreno productivo y financiero. Fue sin duda un proceso sobradamente desigual en términos sociales, en el que se desataron las fuerzas del capital y los patrones de la acumulación expansiva y del dominio territorial.
Una cosa es la producción y otra es la distribución. Y los teoremas acerca de cómo la mayor productividad tiende a cerrar las brechas de los ingresos relativos del capital y del trabajo se derivan de ejercicios lógicos alejados del comportamiento del mercado y la contraposición de las clases sociales. Que cada uno de los llamados factores de la producción reciba la parte correspondiente de la productividad no es una consecuencia necesaria a la hora de la pugna para determinar las ganancias y los salarios.
Este asunto se agrava cuando el discurso y las acciones emanadas de las políticas públicas, o de las decisiones de los empresarios o aun de las demandas de los trabajadores, no se manifiestan en aumentos efectivos de la productividad y entonces acaban siendo irrelevantes en cuanto a los efectos originalmente buscados. Con ello, se contribuye adicionalmente a que el proceso lleve, en cambio, a que haya pocos ganadores en el mercado, que la competencia se restrinja, los beneficios se concentren, el desempleo aumente, los salarios reales de ajusten para abajo y la desigualdad se ensanche.
Estos efectos a escala de lo microeconómico se expresan, ineludiblemente en la escala agregada, es decir, en el nivel de la actividad económica. Repercute en el gasto en inversión y en consumo, en la determinación de las ganancias, los salarios, los intereses y el tipo de cambio. Incide, igualmente en la repartición de los recursos entre el gobierno y el sector privado.
No hay ningún argumento a priori acerca de que tal reparto sea beneficioso en última instancia para el conjunto de la sociedad. Para que así sea se requiere un amplio conjunto de condiciones que tienen que ver con las definiciones y el ejercicio de la política pública (en inglés a esto se le llama policy), en especial, pero no únicamente en materia fiscal y monetaria y, por otro lado del ejercicio de la política (politics).
En México las declaraciones sobre el tema de la productividad se repiten en cada gobierno, los planes de describen, los programas se formulan, los presupuestos se asignan. Los resultados son recurrentemente muy pobres. Nadie rinde cuentas de lo que ocurre, unos funcionarios van y otros vienen, igual ocurre con los líderes empresariales. Pero los índices de la productividad siguen siendo sumamente bajos.
Son muy pocos los segmentos altamente productivos de la economía en los sectores agropecuario, industrial y de servicios. La productividad sistémica está muy rezagada y sus consecuencias no se advierten sólo en el pobre desempeño del PIB, sino en una multitud de dimensiones. De ahí se desprenden las desigualdades en la competitividad de las empresas y en los ingresos de las familias, en las condiciones regionales. La inmensa mayoría del trabajo en esta economía ocurre con muy bajos niveles de productividad.
La improductividad sistémica es un fenómeno preponderante en la economía mexicana. Este habría de ser el foco de la atención de las políticas públicas y de las estrategias del sector privado y social. Este asunto consiste de un verdadero entramado de ineficiencias en las operaciones económicas de todo tipo y en las muy diversas transacciones que se hacen a diario. Tiene que ver con las acciones de tipo discrecional, el incumplimiento de obligaciones contraídas, la falta de acatamiento de las normas legales, el acatamiento de las responsabilidades públicas y la falta de proyectos de inversión.
Los casos abundan al igual que su variedad. Una pequeña muestra: el constante aumento de las gasolinas, el gas y la electricidad; el persistente retraso de los vuelos internos por la saturación de las pistas del aeropuerto capitalino; el caos provocado por Capufe en las casetas de pago por la terminación de la vigencia de las tarjetas IAVE; la ineficacia del sistema bancario en el cumplimiento de las obligaciones claves que tienen que ver con el sistema de pagos del país y que se corresponde con la pasividad de las autoridades responsables de salvaguardad dicho sistema; las exigencias viales de la verificación de los automóviles; la ineficiencia sin contrapeso de muchos proveedores de bienes y servicios; la inseguridad pública en las ciudades y los caminos.
Todo esto eleva considerablemente los costos de transacción –que acaban siendo como las termitas que destruyen lenta y ocultamente la estructura de un mueble–, se afecta la asignación de los recursos, distorsiona la producción y distribución de muchos bienes y servicios y, así, reduce la eficiencia general del sistema económico.
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