P
rimero lo obvio. El producto generado en la economía mexicana creció 1.6 por ciento en el segundo trimestre del año en relación con el mismo periodo de 2013, y 1.04 por ciento con respecto al trimestre anterior. Con esto algunos analistas prevén que el crecimiento del PIB será de 2.5 por ciento en el año, mientras la Secretaría de Hacienda mantiene su estimación de 2.7 por ciento, que es una revisión a la baja hecha ya desde hace tres meses. La cosa no da para más. Este es el ámbito del debate.
Detrás de lo obvio están algunas cuestiones interesantes acerca del comportamiento de la economía. La desocupación ha ido en aumento durante los últimos tres trimestres. Esta es una medida cómoda de la situación del mercado laboral, pues los encuestados suelen tener alguna ocupación, la que sea. No queda de otra.
Más de 28 millones de personas están contadas oficialmente en el sector informal, que es amplio y muy heterogéneo. El número de empresas registradas como generadoras de empleo se redujo en la última medición. Puede ser que hayan desaparecido o se hayan hecho informales. Los datos de la productividad indican, en el mejor de los casos, un estancamiento en un nivel general muy bajo.
El apocamiento del gasto en consumo e inversión es una de las cuestiones clave que han mantenido baja la producción. Entre tanto, la inflación crece, en buena medida por la elevación de los precios controlados, las tasas de interés se reducen desalentando el ahorro, el crédito bancario no se recupera y la morosidad aumenta.
El número que periódicamente se asigna al crecimiento del PIB es apenas un indicador de las condiciones básicas y del desempeño continuo de la economía. No obstante, se destina una enorme cantidad de energía a discutir las expectativas del crecimiento —como si fuesen quinielas para predecir qué equipo ganará la liga de futbol– y luego para interpretar el resultado obtenido y empezar de nuevo el ciclo trimestral del debate. No hay un premio para quien esté más cerca del resultado final, tampoco una penalización por fallar, ya sea porque el pronóstico sea malo —aunque la convergencia entre los modelos usados es bastante grande– o porque se haya querido complacer a alguien.
El PIB tiene una historia. Nació como consecuencia de la Gran Depresión de los años 1930. En 1937 Simón Kuznets presentó al Congreso estadunidense un informe sobre El ingreso nacional: 1929-35. En él se estimaba la producción asignada a los individuos, las empresas y el gobierno y se condensaba en un sólo número: el producto interno bruto. Se convertiría en un dato clave para seguir el comportamiento de una economía, sus alzas y bajas y para compararla con las demás.
La sofisticación de la medida del PIB y sus derivaciones: sectoriales, regionales e internacionales se ha consolidado no sólo en el análisis económico, sino en los espacios noticiosos. Casi se presenta al público como si fuese un reporte periódico del estado del tiempo. Así como hay meteorólogos en la televisión y la radio, hay informadores sobre el PIB.
Un cuestionamiento temprano sobre los usos del PIB se hizo en 1959. Abramovitz apuntó que el PIB no podía considerarse como medida apropiada del estado de bienestar de una sociedad. Señaló: Debemos ser muy escépticos con respecto a la visión de que los cambios de largo plazo en la tasa de crecimiento del bienestar puede estimarse aunque sea de modo laxo a partir de los cambios en la tasa de crecimiento del producto
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Este punto de vista fue relegado entre los expertos, los funcionarios gubernamentales y los políticos. Pero a medida que pasa el tiempo y cambian las condiciones económicas y sociales y se incorporan las repercusiones de las crisis económicas, sobre todo la de 2008, esta perspectiva parece cada vez más relevante. Las economías pueden crecer en términos del PIB sin que crezca correlativamente el empleo (formal, remunerado y con prestaciones), sin que se reduzca la desigualdad o la pobreza, sin mayor bienestar, con creciente diferenciación territorial.
El PIB se ha complementado con mediciones sobre la felicidad de la población en un país (así lo propuso el rey de Buthan en 1972 y ahora los organismos internacionales gastan parte de su presupuesto en tales ejercicios). También se ha teñido de verde para advertir sobre los efectos de la sobreexplotación productiva sobre la naturaleza y el medio ambiente. Pero la versión original resiste. Es conveniente para los economistas profesionales, para los profesores, para ministros de Hacienda y economía y para banqueros centrales.
En el entorno global prevalece la llamada financiarización, que se caracteriza por la creciente relevancia de los mercados y los motivos financieros y del poder de las élites financieras en la operación de la economía y las instituciones que la gobiernan. Igualmente, los mercados laborales se transforman y con ellos las formas antes preponderantes de la regulación económica. En el campo tecnológico se altera de manera sustancial el modo de producir y de generar servicios. Hay un aumento de las actividades ilícitas. Los patrones de apropiación del excedente se modifican. Estos rasgos, entre otros, hacen del PIB un dato que debe circunscribirse cada vez más para generar maneras distintas de entender lo que ocurre en los países y a escala mundial.
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