E
l sistema democrático del país tiene un cortocircuito. Las próximas elecciones de junio no provocan ninguna expectativa de mejoramiento en el ambiente político y, realmente, carecen de interés. Pero no por ello son irrelevantes, ya que pueden ahondar de manera general la disfuncionalidad de los quehaceres del gobierno y de la actividad legislativa.
Los muy insistentes llamados del Instituto Nacional Electoral para que los ciudadanos acudamos a las urnas suenan como un desesperado grito a la mitad de las dunas del desierto de Altar.
No hay correspondencia alguna entre el escenario electoral que se presenta y que tenemos en puerta y las posturas que mantienen los partidos políticos. La desconexión se aprecia desde su comportamiento interno, en ocasiones verdaderamente lastimoso, así como en su propaganda facilona. Las plataformas políticas no ofrecen nada original, sólo repeticiones de nociones trilladas y vacías, sin contenido práctico para quienes está dirigida y sin que apunte siquiera hacia algo distinto y menos aun a algo que parezca mejor.
Ninguno quiere quedarse fuera del presupuesto, lo que, como se sabe, es un grave error. Las listas electorales no convocan la atención de nadie, salvo que ella derive del asombro en un sentido generalmente negativo.
Esta situación ha exhibido crudamente a la institucionalidad vigente del espacio democrático y de modo radical a aquello que representa el acto mismo de votar, asunto clave en este terreno. Del carácter ciudadano que fue parte de la creación del anterior IFE ya no queda nada. No lo hace ciudadano la participación de la gente como funcionarios de casilla, como de modo simplista señalan los machacones anuncios del INE en radio, televisión y cine. Además, el tono en que están hechos transmite la desconexión de sus publicistas con lo que pasa en la calle.
El INE ha exhibido toda su fragilidad frente a los partidos políticos, que lo han capturado para su propio beneficio. Historia antigua. Sí, otra vez la misma historia no sólo de ansia, sino de gran capacidad de control y de una democracia hecha y operada a modo de sus principales beneficiarios. Las amenazas de los partidos que obstaculizan a su antojo el trabajo en el instituto es una muestra de la debilidad en la que está sumida ese órgano. Lo que se ha creado es una enorme burocracia electoral. La manera en que el Partido Verde ha expuesto a los consejeros del INE al incumplir las normas de la propaganda es más que una anécdota o una insubordinación. Es una expresión de la amplitud del relajamiento existente.
No existe nada que se pueda comprender como un sentido de necesidad para fortalecer la construcción de las instituciones que son necesarias para el desarrollo de algo que se aproxime a una democracia funcional. Lo que hay es un mal arreglo incluso del mero aspecto formal de la democracia.
Este era uno de los valores principales que pudo defender en su momento el antiguo IFE, pero duró apenas un santiamén. Poco hay, en cambio, del carácter, llamémoslo, esencial de un sistema político representativo y eficaz. Este rasgo se ha perdido por completo, se exhibe en cada uno de los partidos y, por supuesto, en el INE. Y los ciudadanos lo saben.
Este punto de vista no arrincona el argumento en un ideal democrático con signos de mesianismo y que es indeseable. Es innecesario decir que no hay pureza en la solución que ofrece la Democracia para un arreglo del sistema social. En un sentido ideal, como dice Ranciere, el concepto de democracia se ha llevado al punto imposible en que debería ser reino de los deseos ilimitados de los individuos en una moderna sociedad de masas
. Pero donde sí funciona con algunos márgenes positivos de operatividad y con posibilidades y restricciones diversas que caracteriza este tipo de arreglo social crea un entorno de mayor cohesión y capacidad de disputar la atención de la gente.
En nuestro caso, es en verdad tosco el retroceso de los últimos años hasta en la misma formalidad democrática que consiste en convocar a elecciones, propiciar una lucha entre proyectos para gobernar y hacer leyes y luego que ambos se cumplan y también alentar a los ciudadanos a que voten. Todo esto no ha ocurrido por casualidad.
Nuestro sistema democrático está en un punto en el que se aleja de un balance mínimamente necesario en el que, como apunta Pettit en su texto sobre el republicanismo, se sostengan la interferencia constreñida por la propia ley –es especial cuando es aceptada de modo generalizado– para propiciar algo que asemeje el bien común y la interferencia arbitraria en el arreglo democrático. La cosa es aún más significativa cuando esa arbitrariedad agranda la vulnerabilidad de los ciudadanos. La impresión que existe entre muchos mexicanos es que con la democracia en uso se hace con nosotros lo que se quiere.
Podremos seguir discutiendo las particularidades técnicas de las políticas públicas y sus formas de gestión. El material al respecto y su crítica no falta en ninguna de los espacios de la vida colectiva del país. Pero todo ese debate es como la espuma debajo de la cual está la espesa masa del frustrado esquema democrático desenchufado de la sociedad a la que se dirige.
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